23 octubre, 2006

Sin ilusión

Resulta que mi sobrino, guapo mozo él (claramente no sale a su tío), se ha echado una pizpireta novia. De esas novias que a uno a determinadas edades le gustaría tener: Guapa y distante, que no viven en la misma ciudad (ya se que el comentario suena machista, pero se puede aplicar en sensu contrario perfectamente y la cosa queda igual, que en edades tempranas los noviazgos demasiado cercanos son atosigantes y empalagosos).

Ayer tuve la posibilidad de conocer a la familia de la chica, que atraídos por la vorágine del enésimo partido del siglo se acercaron a la Villa y Corte.

Buena gente. Lo digo con total sinceridad. Buena gente. Además claramente, en la vida tuvieron estar en el lugar adecuado en el momento adecuado en estos últimos años; esto es, se dedican al negocio inmobiliario, con lo que sobra decir que se han convertido en familia de posibles, de muy y muchos posibles.

Resulta que además de ser los padres de la novia, son también los padres de un chaval adolescente en su época de "saco de hormonas andantes", que por esa época pasamos todos y algunos ni siquiera han sido capaces de salir de ahí.

Tuve una conversación larga y tendida con el muchacho durante una comida a la que fuimos invitados en uno de los templos gastronómicos en el centro de Madrid. Inquisidor como soy a veces quise saber por qué tenía mirada triste:

La versión oficial, pásmense queridos lectores, es que mientras sus padres, la novia y el novio iban a ir invitados a un palco VIP al Bernabéu, él tan sólo iría con su primo a una zona normal (preguntada la zona después a un experto madridista, la dichosa entrada era para un sitio por el que cualquiera mataría). Pero el pelo de la conversación fue todo en el mismo sentido.

Un buen chaval, de buenos sentimientos, nada engreido, tenía las mismas tristezas y cuitas que todos tenemos. Pero mientras unos penan por una vespino, él pena por un todo terreno, mientras unos quieren un vaso, él quiere una jarra. Al final, como todo en la vida tiene límites, el chico se queda sin ilusiones comparables y a mi me trasladó mucha, muchísima tristeza.

No se. Quizás me esté haciendo viejo, pero en mi infancia conseguir un capricho costaba un mundo y un capricho a veces era una chocolatina. De esa forma aprendí a apreciar el esfuerzo y el valor de muchas cosas. Muchos jóvenes hoy en día desprecian las chocolatinas, las entradas maravillosas y las vespinos y penan por no conseguir el cielo antes de hacerse adultos.

Sed felices, nunca cejeis en ese intento.

Mistery.

2 Comments:

At 1:10 p. m., Anonymous Anónimo said...

Querido Mistery,
Me siento al 100% identificada con tu sensata opinión. ¿Será que también yo me estoy haciendo vieja?
A veces los padres confundimos las cosas y creyendo hacer lo mejor por nuestros retoños, conseguimos únicamente alimentar su consumista egocentrismo. Haciéndolos día a día más y más infelices.
Cambiar cosas por presencia no es una buena política educacional, en mi modestísima opinión.
Ah!... por cierto, no dices tú nada, ¡una chocolatina! eso si era un auténtico premio, que servía de aliciente para superar cualquier dificultad o tarea por difícil que ésta fuera.
Definitivamente... nos hacemos viejos...jajaja!!!

 
At 5:35 p. m., Blogger LARA said...

No creo que sea la vejez, ¡ni mucho menos!. La culpabilidad esa es la palabra, nos sentimos culpables por pasar poco tiempo con nuestros hijos, nos sentimos culpables por llevarlos de un lado a otro como locos (clases de inglés, piscina, etc), y si le añadimos la culpabilidad propia de los que hemos roto la imagen de familia perfecta. Pues ya tienes el mejor motivo para alimentar su consumismo innato.
He de decir, en beneficio del chaval,que yo también quiero un 4x4.
Con todo cariño de una lara sobrecargada de trabajo.

 

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